12.17.2014

Payasada.

La Clarita y yo todos los lunes íbamos al supermercado. Comprábamos lo necesario para la semana bajo las estrictas instrucciones de mi madre. En el camino siempre nos miraba el mismo gato desde la misma mampara, algo quería decir con sus ojos, algo que tal vez no era nada o sencillamente estaba demasiado lejos. El supermercado había cerrado por mandato sanitario, eso al menos decía el cartel rojo con letras caladas blancas apostado sobre la cortina de metal. Caminamos más de siete cuadras hasta encontrar otro. Era mucho más grande que el anterior. Yo no lo conocía y a juzgar por su cara la Clarita tampoco. Siempre me llevaba pegado a la cintura. Frente al pasillo de los juguetes vi un payaso presentando el último helicóptero a control remoto. Nada quería yo más que eso. En un momento estuve sobre él mientras escuchaba de fondo los gritos de la Clarita que me había perdido entre la gente, confundida entre los chillidos de otros niños que buscaban aparentemente lo mismo que yo. Fue cuando el hombre payaso me dijo un secreto. Sólo a mi, porque soy especial. En la maleta de su auto tenía uno que le había sobrado y estaba completamente nuevo. Fuimos juntos, de la mano, me llevaba un poco más rápido de lo que solía caminar. Respiraba sin ritmo fijo. En un momento me sujetó de la muñeca. Llegamos al estacionamiento. Se agachó frente a mi con su cara pintada. Se sacó la peluca y me miró como miraba el gato de la mampara. Vi a la Clarita corriendo hacia mí. Nunca la había visto correr antes. El señor payaso, que me hacía sentir tan especial, cerró la maleta del auto de un solo golpe seco y rápido. Hubo un intercambio de palabras fuertes entre ambos. La Clarita se puso como loca no entendí bien porqué, yo sólo quería mi juguete. Mi payaso amigo le dijo que me había encontrado vagando en el estacionamiento, perdido. Yo pensé que los payasos decían la verdad de forma entretenida, chistosa y con un remate genial. Ese día no compramos nada, comimos lo que había en la casa, mi mamá llegó más temprano del trabajo. La Clarita se fue llorando, dejó sus llaves en el esquinero de la entrada y nunca más volvió.

9.08.2014

Día común.

Muchas cosas pasaron ese día. Los ciruelos amanecieron florecidos. El abuelo se martilló un dedo tratando de arreglar un carrito antiguo de madera y hubo que llevarlo a la posta. El hombre que afilaba cuchillos dejó de pasar, nunca más se escucharon sus silbidos. Dos tipos saltaron la muralla de la casa de enfrente, donde vive la mujer sola, se llevaron un televisor y ciento veinte lucas. Los pacos no llegaron a tiempo. Nunca llegaron. Me mandaron a comprar arroz. Volví por otra calle. Pasé a jugar a la casa abandonada, me gusta el olor de su papel mural descascarándose. Salté la reja de vuelta. La bolsa se enredó con un alambre, tuve que recoger el arroz casi uno por uno. Soplé dentro de la bolsa y los ojos se me llenaron de tierra. Pensé que me iban a retar. No lo hicieron porque el perro arrastró el tendedero de ropa recién lavada por todo el jardín. Me dio lo mismo. A mi nunca me cayó bien ese perro. Sentía miedo cuando me miraba serio y estático escondido entre las hortensias. Me acechaba. Mi abuelo volvió de la posta con una gaza manchada de sangre, le habían sacado la uña. Me la trajo de regalo en un frasco, según él, para que aprendiera a martillar directo en el clavo. Después de almuerzo me lancé en el carrito calle abajo, la sensación de miedo y éxito me gustó tanto que debí haberlo hecho unas veinte veces más hasta que me caí y volví a casa con el carrito destrozado. Le mostré el carrito a mi abuelo con vergüenza. No importa me dijo, todavía me quedan nueve dedos, lo puedo arreglar nueve veces más. Reímos juntos. Nos pasamos la tarde conversando. En realidad yo escuchaba y de cuando en cuando hacía alguna pregunta para retomar el hilo. Llegó la noche y se cortó la luz. Nos acostumbramos tanto que nos sentamos en redondo, ansiosos, a mirar un atado de velas consumirse entre las siete y las diez y media. Me acosté y mi abuelo me fue a contar un cuento, como no había luz tuvo que inventar uno sobre la marcha. Improvisó sobre reyes y magos, monstruos y princesas. Yo le creí cada palabra. El día siguiente fue mucho más común.

8.25.2014

Noche de chicas.

Desde que Francisca se había ido estudiar fuera del país no había tenido noticias de sus amigas del alma durante catorce años. Ni llamadas ni saludos de cumpleaños. Nada. De vuelta en el aeropuerto, la misma nada también la estaba esperando. Tomó un taxi y habló de todos sus temas con el taxista como si fuera un entrañable. Cargó su guagua de nueve meses, la puso en el coche y abrió las puertas de su nuevo departamento arrendado desde el extranjero. No era lo que esperaba. La guagua lloraba. Eran las cuatro de la mañana. La cama que compró estaba envuelta en una gran caja de cartón con una llave Allen pegada con cinta adhesiva a las instrucciones. Preparó una mamadera y durmió junto al coche, la alfombra y la frazada no tenían esa textura de las sábanas recién lavadas que nunca le faltaron. Había estudiado todo menos una forma de enfrentar sentirse miserable. Al menos tenía un buen trabajo y a su guagua sana, que era solo de ella, que no tendría que compartir con ningún hombre mezquino y egocéntrico como los que conoció en la universidad. Al día siguiente dejó a su guagua en una sala cuna, la mejor que sus ahorros podían pagar. Se sacó leche y la depositó en las manos de la cuidadora con una resignada sensación de abandono. Sentada ya en su puesto de trabajo entendió, a poco andar, que lo suyo no era más que un reemplazo. Otra vez había sido engañada y tendría que morderse los labios un par de meses hasta encontrar algo mejor. Pasados dos meses cayó en cuenta que sus contactos se habían esfumado. Evadían sus llamadas o contestaban fríamente como si estuvieran hablando con una plaga de langostas. Cuando ya todo parecía perdido, en su buzón de entrada, leyó un mail de sus amigas del alma. Cómo no nos dijiste que habías vuelto, reclamaban casi ofendidas y aunque fuera martes la obligaron a comprometerse a salir juntas esa misma noche. No te preocupes, dejas la guagua con mi mamá que está sola y le encantan los niños, no será tan terrible. Salieron y se emborracharon como en aquellos días. Recordaron las conquistas, los momentos de triunfo, las escapadas a la playa y volvieron a bailar todas juntas, abrazadas al centro de la pista. Despertó junto a su guagua en la cama de la pieza de alojados de la casa de la madre de su amiga. Estaba sola y de alguna forma le pareció que ese lugar extraño era incluso más acogedor que el propio. Se vistió rápidamente, tomó el bolso de la guagua y salió de la habitación a la calle con la sensación de la mujer infiel. El sol de la mañana le calaba la frente, las ruedas del coche se atoraron en la humedad de un pasto demasiado regado. Un perro negro de raza indeterminada olía los arboles al otro lado de la vereda. Se detuvo a mirarlas levantando una de sus patas delanteras y luego siguió su camino de olores. No le quedaba plata en la cartera y tuvo que caminar más de diecinueve cuadras a su casa empujando el coche. Llegó, tomó lo necesario, volvió al aeropuerto sin pasaje. Al bajarse en Toronto, la familia que la acogió mientras estudiaba la estaba esperando. Volviste le dijeron. Sí, volví.

La herida.

A los 12 años Amelia salió a pedalear con unos amigos. La rueda delantera de su bicicleta se enredó en unas ligustrinas mal podadas por un vecino. Cayó al suelo, levantó al cabeza, aterrizó con los codos y las rodillas, volvió a casa caminado al lado de la bicicleta. Su madre le dio té, pan con palta y curó sus heridas con algodones y agua de Alibour. Al cabo de una semana sus raspones estaban cubiertos de una costra negra. Menos la del codo derecho, que aún seguía roja y sangraba de cuando en cuando. Al cabo de un mes sólo quedaban algunas manchas sobre la piel delicada y nueva en proceso de regeneración. La del codo derecho, sin embargo, sangraba más que antes y se hacía más profunda cada día que pasaba. La bicicleta había desaparecido del garaje. El doctor dijo que realmente le extrañaba. Le practicaron exámenes y cultivos de piel con anestesia local. La herida no estaba infectada, estaba roja y sana. Era, en palabras de la enfermera, una yaga perfectamente sana que simplemente, en vez de retroceder, avanzaba. Tres meses después Amelia había perdido toda la piel que rodea la articulación del codo y la herida ahora abierta y sangrante avanzaba hacia su antebrazo y su hombro. Se acostó a dormir, su madre le contó el mismo cuento que había escuchado desde niña. Cerró los ojos y se soñó en un charco de sangre bajo un auto mirando el timbre en el manubrio fucsia de su bicicleta. Despertó feliz porque la herida ya no estaba. Su madre le siguió contando el mismo cuento cada noche. Tuvo la la sensación que sus palabras eran ahora para otra persona.

8.20.2014

Yo quiero.

Él quería que todos fueran invencibles, que las familias fueran invencibles, que su abuelo muerto fuera invencible donde quiera que estuviese, que su casa agrietada por el terremoto también lo fuera. Que los pasos arrastrados de su madre depresiva fueran levantados por una fuerza invencible, que su padre fuera invencible en el lugar desconocido en que habitara, con su rostro desconocido e invencible. Que el árbol que crece sobre la tumba del perro que duró apenas unos meses y murió de Distemper también tuviera brotes invencibles. Que el negocio donde compraba guagüitas de sustancia hubiera sido invencible al supermercado donde nadie lo conoce y lo saluda. Eso respondió cuando su madre le preguntó, como por obligación, mientras daba una chupada a su cigarro empapado de rouge y miraba por la ventana. Voy a ser invencible.

8.19.2014

El hombre sin suerte.

Al hombre sin suerte le pasa de todo menos morir. Porque a estas alturas eso también sería una suerte. Paralizado en una pieza de hospital es rodeado por aparatos que lo mantienen respirando. Te salvaste le dice el doctor. Sólo para volver a caer, piensa él. Un mes después da tímidos pasos, mira a ambos lados de la calle, cambia una mirada con una mujer que rápidamente pierde interés. Cruza la calle como si estuviera caminando sobre un tejado antiguo. Piensa mil nuevas formas de suicidarse, pero el valor de hacerlo tampoco es una de sus suertes. Hace demasiados años que dejó de jugar, de correr y de respirar el humo de alguna fogata. Prende un cigarro y aleja el cáncer. Toma una copa y se emborracha pero no olvida. El hombre sin suerte nació al revés, sus pies vieron la luz mientras por sus narices entraban las entrañas de su madre muerta. Desde entonces vivió soñándose como asesino inocente de ella. Dobló la esquina, en el suelo había un billete de veinte y no fue capaz de recogerlo.

Desalojo

A veces ronda la casa mirándola desde diferentes ángulos. Repasa los rincones, las imperfecciones de las junturas, las estelas de la enredadera que se secó, como venas muertas en los muros que rodean la ventana de su pieza. El limonero está nevado de esa peste negra que él solía limpiar con un paño, hoja por hoja. En el candado oxidado de la bodega a penas se lee Odis. Sus herramientas siguen presas ahí. Todos los años el mismo pájaro negro anida en el entre techo, recuerda haberlo oído caminar hacia sus crías chillando de hambre. Golpea repetidamente la carta sin abrir del banco en la palma de su mano, deja la reja de entrada entreabierta y camina por la vereda que cuando niño también pensaba que era suya.

4.15.2014

Los noventa.

Los noventas son una apología a la tristeza crónica de una generación que inundaba las calles como la sangre espesa de un corazón que estaba dejando de latir. Estancándonos de a poco, veníamos de una inocencia epiléptica, tan auténtica como para creer que las camisas moradas, los pantalones amasados, las chaquetas nevadas y los zapatos pluma nos hacían una especie atractiva, como pájaros adornando un nido con cuentas de colores sin valor. Éramos felices y a la vez, éramos el reducto tardío de todo lo que pasaba en el norte del mundo, todo llegaba como la luz de una estrella, mucho tiempo después de que a penas pudiéramos disfrutarlo. Queríamos todo, sin saber que todo era demasiado. No teníamos celulares que interrumpieran nuestros viajes en micro donde soñarse como estrella de rock era más fácil e incluso más cercano. Vivimos una infancia mirando las caras obligadamente militarizadas de nuestros adultos, tanto, que de alguna forma u otra, había que perder el control, y lo perdimos de la manera más extraordinaria posible, bailando todo los que nos pusieran por delante. Lo bueno, lo malo y lo peor.

7.15.2013

Leche

Se cae una gran alforja de leche del estante superior de la cocina. El piso es blanco también. La mujer que siempre limpia todo entra a escena. Abre la puerta en reversa. Trae consigo una bandeja. Audífonos bien colocados en ambas orejas. No sólo cayó sino que se partió la crisma en la baldosa. Una canción poco importante se apaga. Un gato enorme entra con sus crías por la ventana. Sus patas acolchonadas no hacen ningún ruido. Sólo el ronquido final de la garganta de ella. Tenía planeado ir a botar los gatos ese día a la corriente del canal. En cambio ellos la lamieron sin rencores.
Lava esa lava que mana de tu cráneo roto. Redobla los pliegues de aquel único revés. Suplícame te lo pido. De lo contrario no habrán tierras que vender.